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Dios, te suplico: ¡resucita!

Con este pasaje de Luigino Bruni, extraído de su próximo libro "L'anima e la cetra" (ed. Quiqajon), el equipo de la EdC desea a todos una feliz Pascua.

La Biblia llama al hombre “hijo de Dios” (Salmo 2). Cuando un hijo es crucificado por la maldad o por los acontecimientos de la vida, el padre hace todo lo que está en su mano para apartarlo de la cruz y, si no lo consigue, se queda a su lado y muere con él. Los padres no se ponen de parte de los soldados que preparan el patíbulo, porque la paternidad es el arte maravilloso de desclavar a los hijos de sus cruces. Si la Trinidad no es solo un teorema abstracto, el primer stabat del Sábado Santo es el del Padre. La pasión, muerte y resurrección de Cristo no es un elogio ni una justificación del sufrimiento humano – cualquier lector que se acerque sin ideología a estas páginas de los evangelios solo encontrará en ellas el relato del sufrimiento injusto de un inocente que siguió amando a pesar de toda aquella crueldad. Dios Padre sigue releyendo y reviviendo con nosotros este mismo relato. Sufre cada vez que oye de nuevo el grito del hijo, cuyo eco aún no se ha apagado porque solo se apagará el último día, y llora como nosotros mientras ve al hijo que sigue recorriendo cada día, como un nuevo Sísifo, el mismo Vía Crucis.

En la cima de los infinitos Gólgotas de la historia es precisamente donde nos espera otra sorpresa estupenda, encerrada en el salmo: «¡Levántate, Señor, sálvame, Dios mío!» (3,8). Después del sueño viene el despertar, después de la muerte viene la resurrección: «Quizá porque de la fatal quietud tú eres imagen, llegas a mí, oh noche tan querida» (Ugo Foscolo). La resurrección de Dios es primicia de nuestra resurrección. Dios debe resucitar para que también nosotros podamos hacerlo. Por eso, la primera oración consiste en pedir, con fuerte voz, que Dios se siga levantando después de la noche, que resucite después de la muerte. En el primer salmo de petición encontramos la oración más grande: Dios, levántate, levántate de nuevo, porque debes resucitar, no puedes dejarnos en este infinito Sábado Santo. No hay oración más humana que esta: Dios, te lo suplico, resucita. Es la oración de quien cree, pero también de quien ha perdido la fe, de quien quiere volver a creer después de la muerte de Dios.

Durante siglos los cantores de los salmos pidieron, con fuerte voz, a Dios que resucitara. Podemos imaginar que aquel sábado noche, delante del sepulcro, en espera y en oración, estaban también Abel, Dina, Agar, Job, Rispá, Nabot, la hija de Jefté y todas las víctimas de la Biblia. En aquella Resurrección estaba también su oración, y hoy está la nuestra. Mientras vemos al crucificado recorrer sin descanso la vía dolorosa, no podemos dejar de pedirle que siga resucitando, e implorarle que sus resurrecciones sean más que sus muertes, al menos una más.

Feliz Pascua.

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