El alma y la cítara/2 – Los mansos conocen los límites, y este tiempo tremendo se convierte en su herencia.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 05/04/2020.
«Vivir en la esperanza es algo grande, pero al mismo tiempo es profundamente irreal. Disminuye el valor específico del individuo, que nunca puede realizarse plenamente, y la falta de plenitud marca sus empresas».
Gershom Scholem, La idea mesiánica en el judaísmo.
El salmo 2 nos introduce en el gran tema bíblico de la espera del Mesías, y por tanto en la importancia de la esperanza y la mansedumbre para atravesar las crisis con fortaleza.
«¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean un fracaso?». El salmo 2 comienza con esta pregunta. Es una pregunta tremenda, que los profetas y los sabios llevan milenios repitiendo: ¿Por qué, a pesar de la vocación a la paz y al bienestar inscrita en el corazón de cada persona y de cada comunidad, los hombres siguen ejercitándose en el arte de la guerra, sembrando y cultivando discordia y enemistad? Las civilizaciones seguirán vivas mientras no se cansen de repetir esta pregunta.
El salmo nos transporta a un contexto de rebelión, a una conjura de pueblos contra un rey: «Rompamos sus coyundas, sacudamos su yugo» (2,2). Este rey no es un soberano cualquiera: «Los príncipes conspiran juntos contra el Señor y contra su ungido» (2). El protagonista del salmo es el Mesías, el ungido de YHWH, misterio y anhelo de toda la Biblia. El salmo dice que «los pueblos planean un fracaso», y que «el que habita en el cielo sonríe, el Señor se burla de ellos» (4). Muy probablemente el salmo 2 se escribió después del exilio, cuando ya no había monarquía en Israel y el pueblo había experimentado la destrucción, la derrota y la deportación. El pueblo sintió en su propia piel la fuerza tremenda de las tramas de poder y de la conquista de los pueblos, y ahí entendió que la verdad de su Dios no coincidía con la victoria sobre los enemigos. Los hebreos aprendieron en el gran tiempo del exilio que un Dios derrotado puede seguir siendo un Dios verdadero.
¿Por qué, entonces, dice que «planean un fracaso»? A pesar de la experiencia de la derrota y de la violencia, que prevalece sobre la paz, la Biblia, aquí y en otros lugares, anuncia la llegada de un Mesías, y por tanto un tiempo nuevo, finalmente distinto, justo y bueno. Cuanto más se aleja la realidad del tiempo mesiánico, más necesario se hace su anuncio. Creer y afirmar una verdad, cuando la historia y el presente dicen todo lo contrario, es el verdadero cometido de una espiritualidad grande. Sobre todo de una espiritualidad encarnada, que habla de nuestra vida en los momentos en los que la evidencia dice lo contrario de sus palabras. Los sueños más grandes se tienen durante los exilios.
La espera del Mesías es un alma profunda de la Biblia entera. La descubrimos en los profetas y en los libros históricos, y ahora la encontramos de nuevo en los salmos. Es una forma concreta de la esperanza. Esta espera ha mantenido vivo el futuro y lo ha conservado como juicio sobre el presente y como posibilidad de liberación. Si se pierde la dimensión mesiánica de la historia, la vida individual y social acorta su horizonte y queda totalmente replegada sobre el presente. Entonces la alegría se apaga y la libertad se oscurece. Nos llenamos de pequeñas esperas porque hemos matado la más grande. El capitalismo ha encerrado al Mesías en las mercancías (como Marx comprendió) y de este modo lo ha eliminado. El mesianismo bíblico es el año jubilar de la historia, el tiempo distinto que se convierte en criterio moral para juzgar la praxis de todos los tiempos. El Mesías es mesías siempre que no llegue. Es el soberano del todavía-no. Su tiempo ideal mide el tiempo real; un tiempo ideal que es profecía de la historia. Existe una relación profunda entre profecía y mesianismo: ambos están dentro y fuera de la historia; son real e ideal, ya y todavía no. Cuando se pierde esta tensión vital y paradójica, el mesianismo se identifica con este o aquel líder político y la profecía se vuelve profecía cortesana. También aquí se ve el sentido del alma crítica con la monarquía, que está muy presente y operante en los libros históricos de la Biblia.
Usando las palabras de Jacob Taubes, el mesianismo bíblico nos recuerda que «el puente levadizo está en la otra orilla y es desde la otra orilla donde deben comunicarnos que somos libres». Nos dice que, si bien existe una dimensión fundamental de la libertad que es auto-liberación, en otras dimensiones decisivas la libertad es liberación porque alguien baja por nosotros el puente levadizo. La Biblia ha conservado durante siglos esta dimensión de la libertad como liberación, la ha escrito como su primer mandamiento, y de este modo nos ha protegido de un autoengaño muy frecuente que consiste en imaginar la libertad sin sentir la necesidad de una voz, distinta de la nuestra, que nos llame y nos salve. Este es uno de los sentidos de eso que llamamos salvación. Gracias a esta espera tenaz del Mesías, para la Biblia el futuro no es «un tiempo homogéneo y vacío: porque cada segundo es la puerta por donde puede pasar el Mesías» (Walter Benjamin).
Un error grave y frecuente de los cristianos consiste en pensar que la espera del Mesías ha terminado con la venida de Cristo, olvidando que debe venir cada día y que debe regresar. La liturgia es el gran lugar donde lo que ha sido se encuentra con lo que será: Cada Sábado Santo rezamos para que el sepulcro vuelva a estar vacío y cada resurrección acontezca hoy. En la Biblia, el verbo recordar se conjuga en futuro.
El versículo 7 del salmo es muy conocido y muy fuerte: «Voy a recitar el decreto del Señor. Él me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy». Es una frase espléndida, muy repetida también en el Nuevo Testamento y en el cristianismo, que ha hecho de la categoría de “Hijo de Dios” un pilar teológico. En este salmo (y en otros lugares de la Biblia hebrea) descubrimos, entre otras cosas, que llamar a Dios con el apelativo Padre y concebir la condición humana como filiación no es una invención del cristianismo, sino una herencia bíblica.
Pero lo que nos conquista es el hoy: «yo te he engendrado hoy». Posiblemente este no es solo un antiguo resto de un canto compuesto para la consagración de un nuevo rey en Israel. En este “hoy” podemos ver algo distinto y algo más: el paradigma de toda vocación espiritual, que es una filiación que se manifiesta dentro de un primer hoy que se repite en cada momento presente de la existencia, porque una vocación solo está viva en el presente, y en este presente continuo está la eternidad.
Toda paternidad y toda maternidad humanas son, además, una generación conjugada en presente. Es repetir toda la vida: «Yo te he engendrado hoy» – «Pero ahora que estás muerta, oh madre, sé cuántas veces me has engendrado. En silencio, sin que nadie te viera» (David Maria Turoldo). Cada generación es una re-generación, y lo que está vivo, si no se regenera, degenera. La paternidad-maternidad nos dice, simbólicamente (y por tanto realmente), que estamos vivos y somos capaces de generar porque hoy somos regenerados. El día en que dejen de generarnos comenzaremos a morir. Para la Biblia, el principio, el origen, de esta generación-regeneración siempre actual es Dios, que se convierte así en el garante de la mutua generación que jalona el ritmo de la vida. Así hasta el final, cuando en el último hoy nos sorprendamos al ver bajar el puente levadizo y pasemos indemnes por encima de los cocodrilos.
Después de oír pronunciar la promesa del Mesías-hijo, nos precipitamos en otro paisaje amplio y profundo: «Pídemelo y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra» (8). Este «pídemelo» recuerda la invitación de Dios a Salomón en el hoy de su llamada: «Pídeme lo que quieras» (1 Re 3,4). Salomón pidió la cosa mejor: «Un corazón que sepa escuchar» (9). En cambio, no sabemos qué pidió el rey del antiguo salmo. Pero sabemos la promesa que contiene, que, si se ha convertido en salmo, es una promesa universal: las naciones y la tierra son también herencia y posesión nuestra. Son herencia y posesión de quienes rezan con los salmos y hoy, mientras los cantan, deben redescubrirse herederos de todas las naciones y poseedores de la tierra entera. Pero, para el humanismo bíblico, toda la tierra es de YHWH, y los hombres son solo usuarios y administradores (ecónomos). Por consiguiente, toda propiedad es segunda y toda posesión es imperfecta. La promesa es verdadera porque es imperfecta, o porque la plenitud está en su falta de plenitud.
Todo hijo es un heredero, y por tanto los hijos de Dios son herederos de todo el cielo y de toda la tierra. Así lo intuimos y por eso nos sentimos herederos. Pero hemos olvidado la falta de plenitud. Nos hemos convertido en dueños de la tierra, la hemos profanado, y muchas veces nos hemos vuelto mercenarios.
Dentro de la misma tradición y promesa, un día Jesús de Nazaret nos dijo otra cosa nueva e importante sobre esta herencia especial: «Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra». La mansedumbre es también el reconocimiento de la falta de plenitud y de la provisionalidad de la existencia y de nuestras posesiones. El manso habita el mundo sin depredarlo, posee sin concupiscencia, usa los bienes con castidad. El manso es guardián de la tierra y del hermano. Es el anti Caín. Solo un guardián manso puede administrar la herencia de la tierra y hacer que los hijos sean herederos de un patrimonio no derrochado.
La mansedumbre es la virtud de las manos. Mansuetus significa “acostumbrado a la mano”, dócil a la mano del pastor, como el cordero. Nuestra generación no ha sabido conservar con mansedumbre. Pero hoy, de repente, nos encontramos inmersos en una inundación de mansedumbre, en un océano de docilidad. Este tiempo tremendo se está convirtiendo en el tiempo de los mansos, de aquellos que saben quedarse en casa, dócilmente, bajo las manos de médicos y enfermeros. Estamos viendo muchas manos que bajan puentes sobre orillas que antes nos parecían inalcanzables.
«Y ahora, reyes, sed sensatos; escarmentad los que regís la tierra: Servid al Señor con temor, temblando rendidle homenaje» (Salmo 2,10-12). Y las últimas palabras del salmo nos regalan una nueva bienaventuranza para este tiempo: «Dichosos los que se refugian en él».