Bruni, Luigino
Editorial
¿Qué nos enseña la crisis económica?
en Nuova Umanità n.182, vol.XXXI, 2009/02
El deseo de poseer dinero y de acumular riqueza es una pasión fuerte en los seres humanos, similar al instinto sexual, al hambre o a la búsqueda del poder. Por esta razón las civilizaciones siempre han pensado que estas pasiones requerían educación e instituciones que supieran regularlas para, en la medida de lo posible, transformar y orientar estas pasiones "fuertes" en alguna forma de bien común.
La ética occidental pre-moderna, por ejemplo, ha visto con gran atención y preocupación el amor por el dinero, incluyendo la avaricia entre los pecados capitales. El avaro era considerado como un ememigo de la comunidad porque, al hacer del dinero un fin en sí mismo y no un medio para satisfaser sus necesidades, impedía que la riqueza circulara generando bien común. En cambio, al comerciante normalmente se le veía como constructor de la vida civil, ya que al hacer circular el dinero permitía que la riqueza no quedase quieta y estancada, sino que fuese puesta en movimiento entre los distintos componentes de la sociedad. Las culturas antiguas no condenaban el dinero en sí mismo, sino sólo cuando se transformaba de un medio en un fin.
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La crítica, por ejemplo, que efectúa Aristóteles a la “crematística” (arte de creación de la riqueza) estaba dirigida solo a la crematística antinatural, aquella en la que la riqueza pasaba a ser el fin y la satisfacción de las necesidades de la gente era sólo un instrumento para alcanzar ese fin. La realización de una actividad económica de producción y/o de intercambio (medio) que esté encaminada a la satisfacción de necesidades (fin), para Aristóteles, se encuentra dentro de la vocación natural y positiva de la riqueza. En cambio, cuando intercambiamos y producimos con el fin de enriquecernos, para Aristóteles estamos ante una verdadera enfermedad, que no conduce más a una vida buena y feliz. En otras palabras, para el pensamiento antiguo (que el cristianismo ha hecho en buena parte suyo) no hay vida buena (individual y civil) sin riqueza, renta, intercambio y comercio, pero la economía se enferma cuando invierte medio y fin.
Con la modernidad se asiste progresivamente a un cambio de actitud respecto a la búsqueda de la riqueza y de la ganancia. La avaricia (entendida como búsqueda del dinero) ya no se considera un vicio sino casi una virtud, ya que la idea de bien común cambia. El bien común ya no depende de las virtudes, sino de los intereses: es la satisfacción de las pasiones y los intereses lo que produce indirectamente, sin que los individuos lo quieran ni lo sepan, el bien común (la famosa metáfora de la “mano invisible” de Smith dice exactamente esto).
Todo el debate sobre la ética económica que se ha producido en los últimos dos siglos ha estado centrado en la convicción de que la búsqueda individual del dinero y la ganancia da frutos buenos, y tiene, por lo tanto, que ser apoyada por la sociedad civil, y no sólo por las empresas. Su único límite ha sido puesto por las leyes y las instituciones. Dentro de estos límites, el amor al dinero ha sido considerado quizás la virtud cívica más importante de la modernidad (por los frutos indirectos que traía).
La actual crisis económica muestra que esta ética económica basada en el amor al dinero y en la consideración del bien común como fruto de la avidez individual no funciona y debe ser revisada profundamente.
En primer lugar hay que reflexionar más seriamente sobre la naturaleza del capitalismo financiero que hemos creado en este último siglo. Lo que la presente crisis financiera está mostrando es sobre todo la radical fragilidad y vulnerabilidad del capitalismo financiero. En la economía de mercado tradicional (desde las ciudades medievales a la Europa moderna) no podía ni siquiera concebirse una crisis como la que estamos viviendo. En esas economías el consumo estaba basado y profundamente ligado a la producción real. La renta de los individuos y de los países era un indicador muy importante de la riqueza porque decía claramente y sin equívocos cuánto podía gastar e invertir una familia o un país. La renta producida era el límite natural del consumo y del ahorro. La renta no consumida era depositada en bancos (cuando existían y eran seguros), donde gracias al interés que el dinero generaba, el valor de la riqueza ahorrada no se deterioraba con el paso del tiempo. En aquel mundo o "primer" capitalismo, que ha durado hasta los primeros años del siglo XX, las crisis económicas solo podían producirse por una crisis de la economía real, (sobre todo quiebras de empresas), que causaba desempleo, reducción del consumo, de la producción, y por lo tanto de la renta.
Este sistema económico tradicional entró en crisis en la primera mitad del siglo XX con el nacimiento del capitalismo financiero, que cambió radicalmente la naturaleza del sistema económico y también nuestras vidas. Las finanzas nacieron en el siglo XV con la creación de las primeras bolsas de valores y de los primeros bancos centrales, los cuales, sin embargo, hasta el siglo XVIII desempeñaron una función subsidiaria de la economía real, que era el timonel del mercado y del crecimiento económico y civil. Hace cien años, sobre todo en los países anglosajones, el centro de gravedad del capitalismo se desplazó desde la economía real a la economía financiera. Los bancos por una parte y los títulos de crédito (públicos y privados) por otra, ocuparon un lugar cada vez más importante en el sistema económico occidental, sustrayéndoselo a los bienes y servicios.
Este cambio de «naturaleza» del capitalismo produjo algunas cosas interesantes, entre las que se encuentra un aumento espectacular del consumo que condujo al boom del bienestar económico en occidente. Pero todo esto ocurrió a un precio muy alto: la transformación del sistema económico en una construcción tremendamente frágil. El gran economista inglés John M. Keynes fue quien mejor comprendió y denunció proféticamente (en los años treinta), que la economía capitalista estaba cambiando radicalmente debido al empuje de las finanzas. Un cambio que terminaría produciendo una gran fragilidad estructural de nuestro sistema económico y social. El elemento nuevo que aparecía en escena, según Keynes, era el papel central de la psicología y de los estados de ánimo [animal spirits] de las personas, que volvían toda la economía profundamente inestable por estar dominada por los humores, a menudo irracionales, de los agentes económicos (empresarios, inversores, familias...).
Las crisis como esta que estamos viviendo son, por lo tanto, la regla y no la excepción del capitalismo financiero, máxime en estos tiempos donde la globalización amplifica los efectos de las crisis, y donde las finanzas de nueva generación cuentan con instrumentos cada vez más sofisticados y cada vez más “alejados” de la economía y del rédito real. La inestabilidad y la fragilidad no son más que la otra cara de un modelo de desarrollo que permite que cien dólares de renta real se conviertan en mil o más, sin que exista casi ninguna relación entre ese dinero y el trabajo humano.
¿Tendremos que acostumbrarnos a sufrir crisis como ésta y a otras aún más devastadoras? Me temo que sí, al menos hasta que este capitalismo no evolucione hacia algo diferente. En el corto plazo, sin embargo, sería necesario abrir una reflexión profunda sobre el nuevo capitalismo. Una reflexión no solo económica y financiera, sino también política y cultural; una reflexión global y mundial que hoy está todavía “anclada” en los acuerdos de Bretton Woods de la posguerra. Keynes, que fue uno de los promotores de esos acuerdos, estaba convencido de que, dada la nueva naturaleza del capitalismo, era necesario un nuevo “pacto social”, con nuevas reglas y nuevas instituciones (económicas y políticas) para gestionar esta nueva realidad. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial son el resultado, muy parcial y en parte traicionado, de aquel pacto.
A finales de la década de los noventa, en la conciencia cívica global estaba madurando la convicción de que había que regir y gobernar al capitalismo de una forma diferente y más atenta. La llamada "Tobin tax", con todo el debate que se originó a su alrededor sobre la nueva arquitectura del capitalismo financiero y la necesidad de regular los flujos e instrumentos financieros, desempeñó una función de catalizador de un proceso que nació de la sociedad civil y que (entre luces y sombras) llegó a su culmen con el G8 de Génova en julio de 2001.
Después, el 11 de septiembre distrajo la atención de la sociedad civil internacional de los problemas de la nueva arquitectura del capitalismo financiero, para orientarla sobre los temas de seguridad y terrorismo. Hoy nos damos cuenta que durante estos siete años de "distracción" el proceso estalló, y estamos de repente tomando conciencia de que había otra "guerra" y otra "seguridad" igual de graves y urgentes que los controles de pasajeros de los aeropuertos, problemas que incumben, amenazándolas, a todas las familias del globo.
Esta crisis actual nos está diciendo dramáticamente que el “capitalismo financiero” requiere un nuevo pacto o una nueva alianza global, que es mucho más que una "nueva Bretton Woods", una alianza que diseñe la nueva arquitectura del capitalismo de tercera generación, si queremos que estas crisis no se hagan a la larga realmente insostenibles. Esperemos que esta vez los nuevos acuerdos sean democráticos, que surjan de nuevo de la sociedad civil, y que tengan en cuenta seriamente los puntos de vista de África, Asia y América Latina.
Detrás de esta crisis existe también una crisis moral, que tiene que ver con nuestra relación con los bienes y nuestro estilo de vida. Endeudarse por encima de nuestras posibilidades reales de renta (en Estados Unidos y cada vez más en todo el mundo opulento), es una forma de doping similar al que tiene presos a los "jugadores de azar" de las finanzas. Endeudarse para invertir es algo sano y natural, un acto basado en la hipótesis de que, si la inversión es buena, el valor agregado cubrirá también el interés bancario. Pero endeudarse para consumir es un acto de alto riesgo. Endeudarse para disfrutar de unas vacaciones exóticas o para tener una casa de lujo puede ser un acto parecido al de Pinocho que, siguiendo los consejos del Gato y la Zorra, sembraba dinero esperando verlo crecer al día siguiente multiplicado en los árboles del “país de los búhos”. Evidentemente, no quiero negar que, dentro de ciertos límites, el crédito al consumo de las familias pueda ser virtuoso para la economía y para el bien común.
Pero es aún más cierto que los bancos que prestan demasiado y a las personas equivocadas (que no tienen capacidad de devolución) son igual de incivilizados que los que prestan demasiado poco a las personas adecuadas (empresarios con buenas ideas). Si los banqueros y los consultores financieros se comportan como el Gato y la Zorra, todos al final vivirán, al revés que en los cuentos, "infelices y descontentos", como bien sabía el sabio Pepito Grillo: «¡Hijo mío, no te fíes de los que ofrecen hacerte rico de la noche a la mañana! ¡Generalmente, o son locos o embusteros! Créeme a mí: vuélvete a tu casa» (Las aventuras de Pinocho, cap. XIV)
Una última consideración. Hay un aspecto importante de esta crisis que no ha sido suficientemente destacado en los debates. Aquellos que durante estos años han hecho inversiones éticas (en la Banca Ética, por ejemplo, o también en muchos bancos cooperativos) hoy se encuentran con un resultado que es, al mismo tiempo, ético, rentable y muy seguro. Aquellos que han dado vida a empresas de economía de comunión, con una gestión empresarial prudente y sana sin creer en los espejismos del lujo fácil o de los grandes ingresos financieros, hoy tienen empresas más robustas y sanas. Esta crisis está poniendo en tela de juicio el sistema de incentivos y está cambiando los valores en juego, incluso los puramente económicos. Como ha ocurrido muchas veces en la historia, un shock (climático, por ejemplo), puede determinar la extinción de una especie (los grandes mamíferos) y favorecer el desarrollo de organismos más pequeños y ágiles, que en el anterior clima se encontraban desfavorecidos. Esta crisis, a pesar de su gravedad y del gran dolor que está causando a muchos, puede ser también una oportunidad para abrir realmente un debate sobre la sostenibilidad del capitalismo que hemos engendrado, y puede crear las condiciones culturales para que otra economía y otras finanzas, que hasta ahora eran vistas y consideradas como propuestas de nicho y un poco ingenuas, puedan desarrollarse y cambiar la naturaleza de la economía de mercado. La humanidad conoció la economía (oikos nomos) con la aparición del homo sapiens (quizás incluso antes). A lo largo de la historia de la civilización humana se han ido sucediendo multitud de sistemas económicos que van de la caza a la agricultura o del feudalismo a la economía de mercado. Los hombres y las mujeres, con su cultura, sus opciones y sus valores, siempre orientaron los sistemas económicos, que duraban hasta que la cultura, que siempre evoluciona, entraba en conflicto con ese determinado sistema económico. Recordemos el último gran paso del feudalismo a la economía de mercado: un cambio epocal que sucedió en cuanto los nuevos valores de libertad e igualdad hicieron implosionar un mundo que se basaba en otros valores (jerarquía, desigualdad) que el hombre moderno quería superar.
Los sistemas económicos cambian cuando la cultura de los hombres y las mujeres se hace más compleja que la economía, cuando lo humano supera a lo económico. Tengo la fuerte impresión de que hoy estamos asistiendo a algo parecido. El individuo salido de la revolución económica, industrial y cultural de la modernidad se está dando cuenta de que la economía y el mercado basados en los intereses individuales y en la búsqueda de la ganancia, que “consume” comunidad, bienes relacionales y bienes ambientales, está dando lugar a habitats tristes en los que el hombre, animal social, vive mal. Será entonces, una vez más, la sed de vida y el deseo de felicidad de las personas el que encuentre soluciones a esta crisis y a este capitalismo. El resultado "humano" que surja dependerá de todos y de cada uno, de la vida civil, la política y la economía. Hoy el resultado final es radicalmente incierto. Podrá ser progresivo o regresivo: pero en cualquier caso seremos nosotros, todos juntos, los protagonistas de la historia que nos espera.