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Valor y precio de la gratuidad

El exilio y la promesa/25 – Vencer la tentación de la normalización (ideológica) de la profecía.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 28/04/2019

«Rabí Josué Ben Levi dijo también: Cuando existía el Templo, si un hombre ofrecía un holocausto, recibía el mérito de un holocausto; si ofrecía una oblación, recibía el mérito de una oblación. Pero la Escritura considera al humilde de espíritu como si hubiera ofrecido todos los sacrificios»

Talmud de Babilonia

La religión de los profetas no es la misma que la de los sacerdotes. Según la Biblia, todos forman parte del mismo pueblo, están dentro de la misma alianza, veneran al mismo Dios, dicen las mismas oraciones, leen los mismos libros sagrados… Pero la perspectiva, las formas y las modalidades de la fe de los profetas son distintas de las de los sacerdotes. Los profetas nos recuerdan – a veces a gritos – que la justicia y la salvación de los individuos y del pueblo no dependen de los méritos adquiridos con obras y sacrificios. Nos dicen que primero somos salvados y después podemos volvernos píos, religiosos e incluso a veces buenos y santos. Los profetas vacían el templo para ver y hacernos ver la presencia de la gloria de YHWH. Saben que los templos llenos de objetos sagrados y de ornamentos religiosos no tienen suficiente vacío para contener la gloria de Dios. Ley y espíritu, méritos y gracia, Santiago y Pablo, identidad e inclusión, pureza y mestizaje. Pero no debemos leer la dinámica profecía-sacerdocio, que es una constante en la Biblia y en la vida civil, de forma superficial.

En primer lugar, no tiene que ver solo con las religiones: la profecía es un bien común universal y la tendencia a la clericalización no es exclusiva de las Iglesias, sino una constante antropológica en la gestión del poder. En la política y en la economía hay mucho clericalismo ateo. De jóvenes, todos somos un poco profetas, y cuando envejecemos todos tendemos a clericalizarnos (en el sentido que veremos). Además, hay sacerdotes mucho más proféticos que los laicos (Ezequiel era también sacerdote).

Muchas comunidades que nacen proféticas, con el paso de tiempo acaban convirtiéndose en comunidades sacerdotales reunidas en torno al templo. Esto ocurre cuando la importancia que se le da al altar, que está dentro de la iglesia, hace olvidar las cruces que están fuera, porque solo el grito de los crucificados consigue rasgar el velo separador en todos los templos de la tierra. O cuando el valor del “sábado para el sábado” (que sin embargo es un valor esencial) hace olvidar el valor (igual de esencial) del “sábado para el hombre”. O bien cuando la virtud de la prudencia desplaza a la imprudencia de las Bienaventuranzas, el orden prevalece sobre el desorden de la vida verdadera, las razones de la liturgia oscurecen las de los pobres, y los horarios de las funciones y oraciones se vuelven más importantes que los no-horarios del amigo que llega y llama a la puerta cuando puede y cuando quiere. El profeta es un centinela. La Biblia nos lo recuerda con frecuencia. Es un centinela con una garita también en el umbral del templo, para recordarnos que si de muros para adentro puede existir una presencia verdadera de Dios, es solo porque fuera hay otra presencia aún más verdadera. El día en que empecemos a pensar que Dios solo está en el templo o que está más en el tempo que en otros lugares, en su interior no encontraremos más que un simple ídolo, aunque lo sigamos llamando Jesús o YHWH. El profeta profana lo sagrado y santifica lo profano, porque sabe que “del espíritu de Dios está llena la tierra” y por tanto que no existe un lugar tan profano que no sea alcanzado por su brisa. Y el profeta lo reconoce, lo siente y lo canta para nosotros.

Estos capítulos de Ezequiel dedicados al nuevo templo nos proporcionan un excelente ejercicio para aprender a reconocer las señales típicas de la religión de los profetas. Ezequiel no pretende disciplinar el culto del segundo templo, que un día será reconstruido en Jerusalén. No le interesa la legislación sobre el templo, ni la disciplina de muchos tipos de sacrificios, ni las vestimentas, ni las reglas sobre los matrimonios, ni las normas de pureza de los sacerdotes. Su templo es un templo resucitado, místico, imagen de la nueva Jerusalén “celeste”: «Hijo de hombre, este es el sitio de mi trono, el sitio de las plantas de mis pies, donde voy a residir para siempre en medio de los hijos de Israel. La casa de Israel y sus monarcas ya no profanarán mi nombre santo con sus fornicaciones» (Ezequiel 43,7). Ezequiel ve y describe el templo con gran abundancia de detalles, pero no se detiene en los ornamentos internos, ni en la obra de los artistas, ni en las manufacturas de los artesanos. Sin embargo, todos esos elementos son muy importantes y están cuidadosamente narrados en las descripciones del templo de Salomón y antes aún en las del Arca de la alianza. Su visión del templo es teológica, no ética; es eskaton, no historia. Es un mensaje sobre Dios y sobre el hombre, no sobre el culto.

Entonces ¿cómo es que estos capítulos están llenos de leyes y reglamentos religiosos? Después del exilio, una escuela de escribas enmendó y desarrolló el manuscrito original de Ezequiel, transformando esa visión profética en una especie de carta magna para la reinstauración del culto en el nuevo templo de Jerusalén. La teofanía original se convirtió en una autorizadísima legitimación de las nuevas normas religiosas. De este modo la profecía se convirtió en religión. El gran nombre de Ezequiel, profeta y sacerdote, proporcionó una noble tradición sobre la cual fundar una reforma de las prácticas religiosas y sacerdotales. Así es como estos capítulos se convirtieron en una colección de reglamentos para la reforma de la gestión ordinaria y extraordinaria del templo: «El Señor me dijo: Hijo de hombre, fíjate bien, mira con los ojos, escucha con los oídos: voy a comunicarte los preceptos y leyes del templo del Señor» (44,5). El pueblo había vuelto del exilio. A pesar de que Ezequiel había profetizado años antes que el final del exilio supondría el final de las infidelidades e idolatrías, los pecados y las traiciones no desaparecieron, y no eran menores que los del pasado. Por eso, los continuadores y (quizá) discípulos de Ezequiel sintieron la necesidad de enmendar las profecías originarias, para transformarlas en normas útiles para gestionar la religión de un pueblo que se había corrompido.

Veamos dos ejemplos más de cerca. Ezequiel, como los demás grandes profetas, escribió versos estupendos sobre el universalismo y sobre la inclusión de los extranjeros. El segundo Isaías, por ejemplo, contemporáneo de Ezequiel y profeta del exilio como él, violando la ley de Moisés que prohibía a los eunucos el acceso al templo, se atrevió a escribir estos versos espléndidos: «Así dice el Señor: A los eunucos… les daré en mi casa y en mis murallas un monumento y un nombre mejor que hijos e hijas. A los extranjeros… los alegraré en mi casa de oración» (Isaías 56,4-7). En cambio, aquellos sacerdotes post-exílicos, cuando escribieron la redacción final del libro de Ezequiel, sintieron la necesidad “disciplinar” e institucional de añadir palabras muy alejadas del espíritu del profeta Ezequiel: «Esto dice el Señor: Ningún extranjero incircunciso de corazón e incircunciso de carne entrará en mi santuario; absolutamente ninguno de los extranjeros que viven con los israelitas» (44,9). La segunda prudencia institucional prevaleció sobre la primera imprudencia profética. Las exigencias pragmáticas relacionadas con la gestión del templo llevaron a los continuadores de la tradición de Ezequiel a rectificar algunos pilares de la profecía, y las (legítimas) preocupaciones “pastorales” produjeron, quizá de buena fe, una exégesis ideológica del profeta.

Estamos ante un nítido episodio del proceso de normalización de una profecía por parte de sus continuadores. Este proceso se da puntualmente también en la dinámica de las relaciones entre los fundadores de comunidades carismáticas y la segunda y posteriores generaciones. Un profeta-fundador, que por vocación es portador de una novedad espiritual y/o social, con su vida y con sus palabras innova y cambia el pensamiento religioso y cívico dominante. En la siguiente generación, las exigencias pastorales y organizativas (la gestión del “templo”, es decir del movimiento y de la organización) generan un progresivo redimensionamiento de las verdaderas novedades del carisma y la consiguiente absorción de la novedad por el flujo principal (mainstream). Así las profecías agotan y redimensionan su impulso de cambio, y generalmente dejan una herencia espiritual y ética con su carga de transformación social y espiritual muy debilitada, salvo que aparezcan reformadores que por vocación hagan revivir el carisma del profeta (en la Biblia esto fue posible en parte porque a lo largo de los siglos hubo nuevos profetas que continuaron la profecía de sus predecesores).

El segundo ejemplo, que puede ser considerado una aplicación del proceso de absorción de la profecía originaria, tiene que ver con los sacrificios, que en estos capítulos reescritos y enmendados ocupa un espacio notable: «A los sacerdotes levitas del linaje de Sadoc, que se acercan a mí para servirme – oráculo del Señor – les darás un novillo en sacrificio por el pecado… Durante siete días ofrecerás un macho cabrío en sacrificio por el pecado, cada día; se hará también el sacrificio del novillo y del carnero sin defecto…» (43,19-26). En aquel mundo, los sacerdotes tenían que defender los sacrificios, porque su tarea y su oficio giraban enteramente alrededor de ellos. Vivían gracias a los sacrificios, y vivían bien: «Lo mejor de las primicias de toda especie y de los tributos de toda especie será para los sacerdotes» (44,30). A los profetas, en cambio, no les gustaban los sacrificios. Sabían que formaban parte de la tradición de su pueblo, que estaban en la Ley de Moisés que también era ley para ellos. Pero previa y radicalmente, los profetas sabían que los sacrificios no eran un lenguaje adecuado para hablar con Dios, porque los sacrificios ofrecidos a YHWH se parecían mucho, demasiado, a los sacrificios ofrecidos a los ídolos. La religión de los sacrificios era la que los hebreos encontraron cuando llegaron a Canaán, la que practicaban los pueblos vecinos. Esta religión influyó mucho en todos, salvo en los profetas. Porque, por una llamada íntima, ellos siguieron hablando de un Dios distinto, distinto porque entre otras cosas no usaba el lenguaje de los sacrificios. El sacrificio les gusta a los hombres porque piensan que de ese modo pueden influir en Dios e incluso tal vez controlarlo. Pero – dicen los profetas – esa idea es errónea.

Por eso los profetas son los primeros críticos naturales de la industria del templo, que, antes y después de Jesús de Nazaret, mata a los profetas en cuanto anunciadores de una “oikonomía de la gracia” y de la misericordia gratuita que pone radicalmente en crisis su “economía de la salvación”, basada en los sacrificios con sus inevitables precios. Los sacrificios del templo solo tienen valor si tienen un precio. En cambio, la gracia anunciada por los profetas tiene valor precisamente porque no tiene precio. Y al decirnos que la salvación verdadera tiene un valor infinito porque no tiene precio, los profetas anulan el valor del precio de las mercancías religiosas de los sacrificios. Los profetas liberan a las palomas de los altares del templo y las dejan volar, transformándolas en icono del Espíritu libre y gratuito.

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