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Fecunda es la alegría del final

Desbordantes y no alineados/10 - Moviendo los brazos para no caer, se puede aprender a volar

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 04/11/2018

«Cuanto más rico es nuestro esquema de valores, más difícil es que sea interiormente armónico. El precio de la armonización parece ser el empobrecimiento; el precio de la riqueza, la falta de armonía».

Martha Nussbaum, La fragilidad del bien

Una experiencia absoluta de la existencia humana consiste en comprender que el único patrimonio que poseemos de verdad es el presente. De repente nos damos cuenta de que el pasado se ha ido y el futuro se encuentra en manos de una promesa frágil, ya que depende totalmente del don. Pero en una hora que podría y debería ser de desesperación, nos alcanza una alegría nueva que no habíamos experimentado en ninguno de los paraísos del pasado. Esta alegría nace de la conciencia de que cuando nos hacemos verdadera y finalmente pobres estamos derribando el último ídolo: nuestro yo.

Nos damos cuenta de que, a lo largo de los años, nuestro yo ha ido alimentándose con los escombros de todos los ídolos que hemos ido encontrando y destruyendo a lo largo del camino, y se ha hecho enorme. Cada batalla idolátrica le ha hecho más grande y más fuerte. Las victorias han ido aumentando su certeza y su satisfacción por haber conquistado y defendido la verdadera fe. Hasta que, de golpe, comprendemos que para liberarnos de este nuevo y gran ídolo no tenemos que luchar sino pronunciar un dulce “amén”. Puede que esta alegría distinta se parezca un poco al regocijo que nos sorprenderá cuando otro día un amigo leal nos diga que ha llegado el final. Entonces pronunciaremos nuestro amén y sentiremos que solo se ha acabado una historia, una historia maravillosa, pero no nuestra historia, porque un resto vivo se salvará.

La gestión del envejecimiento es delicada y crucial también para las comunidades y las organizaciones. Esto resulta especialmente evidente en esta fase histórica de grandes cambios. Pero con una peculiaridad crucial: las realidades colectivas no están inexorablemente destinadas al declive y a la muerte que caracterizan la vida humana, ya que pueden seguir viviendo más allá de la vida de las personas que las componen. Parte del deber moral de aquellos que viven y gobiernan una comunidad o una organización consiste en hacer todo lo posible para que la vida de las instituciones sea más larga que la suya, evitando que las dos “muertes” coincidan. Las personas que están en una comunidad por vocación consiguen vencer a la muerte cuando logran que su comunidad siga viviendo más allá de su muerte individual. Las verdaderas resurrecciones tienen muchas formas, algunas de ellas improbables e imprevistas. Esta original forma de “inmortalidad” es una de las herencias prometidas a quienes siguen una voz y se ponen en camino.

En torno a estas muertes y resurrecciones se concentran importantes desafíos. Pensemos, por ejemplo, en la relación entre ancianos y jóvenes. Una comunidad que está envejeciendo tiene una necesidad vital de jóvenes y de personas de mediana edad, que podrían regenerarla con su energía vital y con su providencial ingenuidad, porque la alegría y la promesa de futuro de los jóvenes puede curar la natural tristeza y nostalgia por el pasado de los mayores. Desde este punto de vista, las comunidades ideales y espirituales se parecen mucho a las familias naturales, donde la presencia y la cercanía de los nietos alegra y da sentido al envejecimiento de los abuelos. Una de las grandes pobrezas de nuestra civilización occidental viene de haber quitado a los ancianos la alegría de la visión cotidiana de los nietos (y de los hijos), una gran indigencia de la que aún no hemos adquirido plena conciencia.

Sin embargo, la realidad histórica nos muestra una polarización: las organizaciones jóvenes están llenas de jóvenes y las antiguas están llenas de ancianos. No es que las comunidades envejecidas no puedan atraer vocaciones jóvenes y auténticas, pero para ello es necesario que los jóvenes vean que a los mayores les interesa el futuro y por tanto son personas anti-nostálgicas. Es necesario que las vean integradas en el presente preparando el mañana; que las vean trabajando hasta el final, abriendo el portón de la escuela con la misma pasión con que abren en la iglesia la puerta del tabernáculo; que las vean plantar al menos un árbol nuevo que alimente el futuro y le de sombra. Lo que aleja a los jóvenes de muchas comunidades no es solo (ni siquiera principalmente, en mi opinión) la edad media de sus miembros, sino más bien la falta de esperanza en un presente y un futuro espléndidos, incluso más espléndidos. Cuando los viejos dejan de generar futuro, los pocos jóvenes que quedan también envejecen por dentro y viven los años de su juventud biológica como un sacrificio no libre. Pero de este modo el cielo de todos se oscurece.

«Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán» y «los jóvenes tendrán visiones» si «vuestros ancianos tienen sueños» (Joel 3,1-2). Existe un nexo entre los sueños de los ancianos y las profecías de los hijos, porque los jóvenes solo pueden profetizar en un ambiente alegrado por los sueños de esperanza de los adultos y de los ancianos. Esto, que es cierto en la vida civil y económica (la falta en los adultos y en los ancianos de grandes sueños con capacidad de generar futuro es el primer obstáculo que los jóvenes están encontrando), lo es aún más en las comunidades y organizaciones reunidas en torno a ideales colectivos. Una comunidad agonizante puede resurgir si al menos una persona más joven comienza a profetizar dentro de un espacio habitado por los sueños de vida de los mayores.

Aquí entra en juego el gran tema del patrimonio y de las obras de las comunidades que cuentan con un gran pasado y una gran herencia (escuelas, hospitales, terrenos, casas…). Este es un tema hoy particularmente urgente y delicado, tanto para los carismas religiosos como para los laicos.

Los fundadores dan vida a obras grandes porque muchas veces esta generatividad institucional es un componente esencial del carisma. Cuando generan obras, las configuran en base a las dimensiones carismáticas que logran entrever gracias a la potente luz que conlleva la fase fundacional. Cada fundación de una nueva comunidad carismática es un eschaton anticipado, donde la prudencia (que también es una virtud propia de los fundadores) se ve superada por la urgencia de realizar en esta vida y en la tierra lo que ven en el cielo. Sus obras están construidas en el ya pero miran al todavía no. Después, cuando la fase de fundación termina, aquellos que tienen que continuar la carrera se encuentran con casas e instituciones insostenibles por naturaleza. Y a menudo el peso de su gestión les impide construir otras “casas”, continuar y repetir los mismos milagros de los fundadores e incluso mayores.

Si los fundadores hubieran realizado obras con la dimensión de la realidad presente, estas habrían sido demasiado pequeñas. Este tipo de obras no son nunca “adecuadas”: si hoy no resultan demasiado grandes, es que ayer eran demasiado pequeñas. Pero, mientras las grandes obras del tiempo de la fundación dificultan la vida concreta y económica de quienes vienen detrás, las obras demasiado pequeñas no son capaces de complicarle la vida a nadie, sencillamente porque se acaban con su constructor y no se convierten en herencia para quienes vienen detrás.

Podemos cerrar o vender las obras demasiado grandes, incluso las casas que guardan en sus paredes las señales y los aromas de los milagros de los primeros tiempos, y así prepararnos para la muerte: nuestra propia muerte, la de las obras y la de la obra. Pero también hay oportunidades para la vida. Una de ellas es el niño que nace del vientre joven de Agar, que ocupa el lugar de nuestro seno ya marchito (Génesis 16,4). Hoy Agar se llama alianza: pactos entre comunidades antiguas y jóvenes, que pueden dar sentido a estructuras que están a punto de morir, llenando la casa de niños y, con ellos, de alegría y de futuro. Y si seguimos teniendo abierta nuestra tienda a los viajeros que van de paso, tal vez un día, cuando seamos más viejos y menos en número y sigamos repitiendo las mismas palabras antiguas de hace años, nos sorprenda en un nuevo encinar de Mambré el anuncio de un hijo engendrado en la carne marchita (Génesis 18,1). Pero antes de Isaac está Ismael, el hijo-don de Agar, la joven extranjera que vino a nuestra casa. Hoy muchas comunidades envejecidas no ven venir a Isaac, tal vez porque antes no han engendrado a Ismael, o porque no lo han sentido como hijo de la misma promesa.

Los desbordamientos y las desalineaciones son la condición ordinaria y constante de las comunidades carismáticas y de muchas Organizaciones con Motivación Ideal (OMIs). Como todas las realidades complejas, estas también viven constantemente al límite de sus posibilidades. Acogen a personas que las enriquecen, pero al mismo tiempo se encuentran en continua evolución. Personas que se van a dormir habiendo alcanzado un cierto equilibrio entre las contradicciones, las alegrías y los dolores de cada día, pero cuando despiertan deben empezar a buscar de nuevo. De jóvenes quieren el paraíso, de adultos se encuentran con muchos purgatorios y algún infierno, y de viejos comprenden que en realidad nunca han salido del primer paraíso, aunque para entenderlo hayan necesitado una vida entera y un poco más. Pero también las comunidades y las organizaciones hacen y deshacen continuamente sus equilibrios, y cuando dejan de hacerlo comienzan a morir. La vida de aquellos que siguen una voz es una partida que se juega entre personas desbordantes y no alineadas que viven y cambian dentro de realidades colectivas que, puesto que cambian, les desconciertan cada día. La capacidad de vivir en desequilibrio es el primer arte que deben aprender las personas y las organizaciones. Consiste en aprender a caminar sobre la cuerda, como el equilibrista, que no se cae siempre que no se detenga. Sin duda es una condición incómoda, pero es vital porque es la única capaz de generar verdaderas novedades. Y al llegar al otro lado de la cuerda, nos espera otra travesía sobre otro abismo. Así hasta el final, cuando descubramos que, a fuerza de mover los brazos para no caer, hemos aprendido a volar.

Cuando algo o alguien nos despierta por la noche, hay personas que no abren los ojos e intentan volver a dormirse para entrar de nuevo en el sueño que tenían. De este modo consiguen recuperar el sueño y los sueños. Pero hay otras personas que, cuando el sueño se interrumpe, abren los ojos, encienden la luz, leen una novela, se ponen a rezar o abren la ventana y ven amanecer. En esta serie dedicada a los desbordantes y no alineados hemos intuido que cuando, en medio del primer gran sueño de la juventud, hay algo que nos despierta, tal vez un grito de dolor, no debemos cerrar los ojos para volver al primer sueño roto. Ese despertar es el tiempo de un nuevo amanecer, de otro sol que nos espera más allá de la persiana bajada. Es el tiempo de los nuevos sonidos y de los nuevos colores del nuevo día. Es el tiempo de los sueños, distintos y no menos grandes, de la vida adulta.

Así termina la exploración de algunas personas desbordantes y no alineadas y de sus comunidades. También en este caso la última palabra es gracias: a los lectores, a Avvenire y a su director, Marco Tarquinio, que han sido compañía y alegría en este trabajo tan bonito pero no tan fácil. A partir del domingo próximo volverán los comentarios bíblicos con Ezequiel, el gran profeta del tiempo del exilio y por consiguiente de nuestro tiempo.

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