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El bien y el nombre de las mujeres

Profecía e historia / 18 – Sobre todo en las horas de crisis, las madres saben siempre qué es lo que más vale.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 05/10/2019.

 «Sabe, querida, que el final de mi vida se acerca. Apresúrate a venir a Santa María de los Ángeles… Te pido que me traigas los dulces que solías darme cuando estaba enfermo en Roma».

Carta de S. Francisco a Fray Jacoba.

Los milagros de Eliseo son grandes narraciones acerca de la vida y la muerte, y nos desvelan nuevos pasajes de la gramática del talento femenino y del deber de los profetas.

En esta tierra, el mayor don que podemos recibir es un hijo. Y cuando un hijo muere, la sensación que experimentamos es la de un engaño muy grande. Si ese don lo hemos recibido como un don de Dios, su muerte pone en crisis la fe; vivimos el engaño como un engaño de Dios. Cuando los hijos mueren, también morimos nosotros, muere la fe y muere Dios. A veces podemos resucitar y entonces, junto con nosotros, resucita la fe y resucita Dios. A nosotros nos gusta mucho la imagen del crucifijo porque el Gólgota es el pan nuestro de cada día, mientras que el Tabor nos queda demasiado lejos. 

Tras una nueva guerra entre Israel y Moab (2 Re, 3), Eliseo regresa como profeta del pueblo, de las mujeres y de los niños: «Una mujer … suplicó a Eliseo: Mi marido, servidor tuyo, ha muerto … Ahora ha venido un acreedor para llevarse a mis dos hijos como esclavos» (4,1-2). En el mundo antiguo los acreedores podían llevarse como esclavos a los hijos de los deudores insolventes. Esto ocurría también en Israel, pero los hebreos querían que en el pueblo distinto de YHWH también el deudor insolvente fuera tratado de forma distinta: «No lo tratarás como esclavo, sino como jornalero» (Levítico 25, 39-40). Y en el año del jubileo los esclavos por deudas debían recuperar la libertad: «Trabajará contigo hasta el año del jubileo, cuando él y sus hijos quedarán libres» (41).

Eliseo multiplica el aceite de su orza y dice a la mujer: «Anda a vender el aceite y paga a tu acreedor» (2 Re 4,7). Según la Ley, los esclavos tienen que esperar siete años para recuperar la libertad. En cambio, según los profetas los esclavos deben ser liberados aquí y ahora. Los profetas son liberadores de esclavos. Para ellos ni siquiera la Ley de Moisés es suficiente para asegurar una vida verdaderamente digna. La Ley de Moisés sobre los acreedores, distinta y más humana, no habría nacido sin la profecía de Israel. Pero la profecía nunca está satisfecha con las leyes, porque ninguna ley humana puede estar a la altura de la tierra prometida. La única ley que les gusta a los profetas es la que aún no se ha escrito. La ley del Reino de los cielos es la ley del todavía-no. «Un día pasó Eliseo por Sunán. Había allí una mujer rica que le obligó a comer en su casa; después, siempre que él pasaba, entraba allí a comer» (4,8). Esta mujer “rica” ama al profeta “obligándole” a comer en su casa. La mujer dice al marido: «Si te parece, le haremos en la azotea una pequeña habitación; le pondremos allí una cama, una mesa, una silla y un candil, y cuando venga a casa, podrá quedarse allí arriba» (4,9-10). Esta familia no solo da de comer a Eliseo, sino que le construye un pequeño apartamento donde pueda “quedarse”. Es la primera Betania de la Biblia.

Hay personas que, gracias a una vocación especial y preciosa, saben descubrir una necesidad de fraternidad y humanidad típica de los profetas, y la satisfacen. Es posible que no hagan muchas cosas “piadosas” en su existencia, pero esa habitación siempre dispuesta, perfumada y limpia para el profeta-amigo que está de paso es suficiente para dar un sentido bueno a su vida. Es posible ser justos haciendo bien una sola cosa en la vida. Estas personas comprenden que para el profeta un hotel de cinco estrellas no es mejor que la habitación de la “azotea”. A veces nos perdemos demasiadas “penúltimas cenas” en compañía de profetas por no entender el valor de estas pequeñas habitaciones de obra o el valor espiritual de una mesa, una cama, una silla y un candil en casa de los amigos. Algunos profetas han podido seguir adelante durante años sin morir gracias a un solo amigo que ha sabido tener una habitación dispuesta y preparar una cena. Francisco, amante de pobres y leprosos, al final de su vida desea los mostachones de fray Jacoba, una amiga suya de la nobleza romana. No todos los ricos merecen los “ayes” del evangelio. Algunos forman parte del pueblo de las bienaventuranzas. Sería demasiado “pobre” un Reino de los cielos sin la presencia de algún rico que usara sus bienes para “dar casa” a los profetas. Toda hospitalidad es sagrada, todo huésped acogido trae una bendición. Pero la hospitalidad de los profetas transforma la casa en un rincón del paraíso; la llena de ángeles, de maná, de leche y miel. Aquellos que acogen o han acogido profetas lo saben muy bien.

«Un día que Eliseo llegó a Sunán, subió a la habitación de la azotea y durmió allí» ¡Qué hermoso es ver dormir a un profeta! Se podría construir una habitación solo para eso. Eliseo pide a Guejazí, su criado, que llame a la sunamita y le pregunte: «¿Qué puedo hacer por ti? Si quieres alguna recomendación para el rey o el general…» (4,10-13). En Eliseo nace la reciprocidad, generada por la hospitalidad de la mujer. Pero equivoca el primer don recíproco: «Ella dijo: Yo vivo con los míos» (4,13). La mujer no necesita bienes materiales, prestigio o poder. Casi nunca suelen ser estos los bienes de las mujeres, sobre todo cuando no se encuentran en la indigencia y “viven bien”. Eliseo lo comprende y pregunta a Guejazí: «¿Qué podríamos hacer por ella?». Guejazí comenta: «No tiene hijos y su marido es viejo» (4,14-15). La vida es el bien primario de las mujeres. Eliseo manda llamar a la mujer: «El año que viene por estas fechas abrazarás a un hijo». Ella responde: «Por favor, no, señor, no engañes a tu servidora» (4,15-16).

Nos encontramos de nuevo en el encinar de Mambré. El huésped anuncia a la mujer el bien más grande e inesperado puesto que ya no podía ser esperado (el marido era viejo). La mujer, al igual que Sara, no cree inmediatamente la promesa antinatural del hombre. Pero ella no se ríe y dice algo tremendamente serio, relativo a la intimidad y al secreto más grande de la mujer: “no me engañes”. Las mujeres nunca hacen bromas con la vida ni con los hijos. Pero también en este caso ocurre lo imposible: «La mujer concibió y dio a luz un hijo» (4,17). El niño creció y «un día fue adonde su padre, que estaba con los segadores, y dijo a su padre: ¡Me duele la cabeza! Su padre dijo a un criado: Llévalo a su madre» (4,18-19). Pasan los años. El niño se siente mal y el padre lo pone en manos de su madre, unas manos de confianza. Cuántas veces lo vemos, cuántas veces lo hacemos. Pero el niño muere. Y su muerte nos deja una de las escenas más hermosas de la Biblia, que nos desvela otro pasaje de gramática bíblica sobre el talento de las mujeres: «La madre lo subió y lo acostó en la cama del hombre de Dios» (4,21). El niño ha muerto pero la madre no se lo cree. E intuye que la vida tiene que ver con el profeta huésped. Eliseo se encuentra en el monte Carmelo, pero la madre, mientras le espera, acuesta al niño en el único lugar que le parece apropiado: la cama del profeta. Llama al marido: «Voy a ir corriendo a ver al hombre de Dios y vuelvo enseguida». El marido le pregunta: «¿Por qué vas a ir hoy a visitarlo si no es luna nueva ni sábado?». Ella responde: «Hasta luego» (4,23).

El marido no comprende. Piensa que el profeta es el hombre del culto, a quien hay que dirigirse solo en los días de fiesta. Sin embargo, la mujer sabe que, si hay una posibilidad de salvar a su hijo, esta pasa por Eliseo. El “hasta luego” marca otra gran diferencia entre la mujer y el marido con respecto a la gestión de la crisis. El marido parece bloqueado, confundido y resignado. La mujer actúa, corre, sabe muy bien qué debe hacer. Se pone en marcha y ordena al criado: «Toma la rienda y anda. No aflojes la marcha si no te lo digo». Eliseo la ve de lejos y pide a su criado que salga a su encuentro y le pregunte qué tal están ella, su marido y el niño. Ella responde: «Estamos bien» (4,24-26). No están nada bien, pero no quiere perder tiempo hablando con el embajador. Solo las mujeres conocen los tiempos y los ritmos de la vida en las grandes crisis, donde solo importa alcanzar de inmediato el objetivo. Son maestras en bienes relacionales y en palabras; saben pasar horas dialogando por el simple placer de conversar, pero cuando está en juego la vida son capaces de realizar cálculos de costes-beneficios perfectos y despiadados. Ella solo quiere salvar a su hijo y por tanto solo quiere ver a Eliseo, ya. No pierde el tiempo en charlas o en formalidades, no es momento para la cortesía con los mayordomos. Se echa a los pies de Eliseo y pronuncia una frase estupenda que solo las mujeres pueden decir: «¿Te pedí yo un hijo? ¡Te dije que no me ilusionaras!» (4,28).

Este es el centro dramático del relato. La mujer reprende a Eliseo por haberla engañado, por haberla ilusionado con un hijo regalado y después arrebatado, por haberse burlado de ella. Hay en las mujeres una autoridad de la vida que genera palabras de una fuerza única e infinita. He oído a mujeres lanzar gritos de reproche a hombres y a Dios con una dureza inaudita, pero quienes asistían a la escena tenían la certeza de estar viviendo algo maravilloso. En esos momentos, un insulto o una imprecación tienen el perfume suave de un salmo. Este grito de la mujer sunamita es una de las oraciones más verdaderas y bellas de la Biblia entera, que no pierde nada de su belleza ni de su verdad aunque no se sepa (porque todavía no lo sabemos) si el hijo va a resucitar. Eliseo envía a su criado donde está el niño. Pero la madre comprende que la posibilidad de la salvación está en la persona del profeta. Protesta una vez más y dice a Eliseo: «No te dejaré». Entonces «él se levantó y la siguió» (4,30). Eliseo es un seguidor. Aquí se hace seguidor de su discípulo. El seguimiento es maduro cuando sabe alternar el acompañamiento del maestro con el del discípulo.

Eliseo entra en la casa. Encontró al niño muerto tendido en su cama, oró y «se echó sobre el niño, boca con boca, ojos con ojos, manos con manos; encogido sobre él, la carne del niño fue entrando en calor … el niño estornudó y abrió los ojos» (4,34-36). Después dijo a la madre: «Toma a tu hijo» (37). El hijo es entregado como don a la mujer por segunda vez. No es la resurrección del hijo, el final feliz de la historia, lo que hace verdadero el grito de protesta de la mujer, sino que es la verdad del grito la que hace verdadero el final de esta historia y de las nuestras, cuando los hijos siguen muertos y nuestros gritos siguen siendo verdaderos. La mujer sunamita permanece sin nombre en la Biblia. Tal vez para que cada madre suspendida entre una muerte segura y una resurrección esperada pueda poner el suyo.

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